EL DULCE CANTO DE LA SIRENA

Se dice que en el comienzo de los tiempos, el cuerpo de las sirenas, a pesar de que vivían en el océano, estaba formado por un cuerpo de ave y un rostro de mujer. No tenían aletas o cola de pez, sino alas.
Las sirenas poseían una voz de extrema dulzura y musicalidad. Cada vez que un barco se acercaba a la isla en donde habitaban, se prodigaban en cantos para atraerlos hacia ellas. Los marineros, hechizados por sus cantos, se arrojaban de las embarcaciones para ir a su encuentro muriendo irremediablemente en las oscuras aguas.
Sin embargo, si un hombre era capaz de oírlas sin sentirse atraído por ellas, una sirena debía morir. Fue esto lo que propició Ulises cuando viajaba en barco en una de sus muchas hazañas. En esa ocasión halló a las sirenas y para impedir el influjo maligno de ellas ordenó a su tripulación que se tapara los oídos con cera para no escucharlas, mientras que él se ató al mástil del barco con los oídos descubiertos. De esta forma ninguno de los marineros sufrió daño y Ulises pudo deleitarse con la exquisita música de las sirenas sin arriesgarse a una muerte segura por mantenerse sujeto al poste.
En consecuencia, una de las sirenas tuvo que morir y esta suerte recayó sobre Parténope. Una vez muerta, las olas la lanzaron hasta la playa y alli, sus hermanas la enterraron con múltiples honores.
Su sepulcro se convirtió en un templo; el templo, en pueblo y finalmente el lugar donde fue sepultada esta sirena se transformó en la próspera Nápoles, llamada antiguamente Parténope.

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