EL HADA Y EL ANGEL, DE RICARDO TEJERINA
_ Y tú...¿eres feliz? _ preguntó el Hada.
_ Creí que lo era, ahora, descubro lo mucho que me has faltado..._ respondió el Ángel.
Y su sentencia resonó en los oídos de ella como la más dulce música proveniente del Paraíso prometido. Lo invitó a guarecerse en su regazo y le regaló una amplia sonrisa, llena de deseos, de chispeantes sonidos y de ese candor tan suyo y maravilloso.
Uriel, el Ángel, cuyo nombre se debe a que guarda en sí la llave de un terrible secreto, sintió el amor que lo inundaba e iluminaba con su fulgor cada rincón de su alma peregrina...Y cedió ante aquella dama que le tendía la mano blanca y delicada para guiarlo por el camino que había construido para ambos, aún sin conocerlo.
El Hada, que tímida esbozaba historias de amor, amor del puro, del verdadero, del más angelado sentimiento, del que se apodera el poeta, del que presumen las musas, del que templa los corazones y enciende las pasiones; sucumbió en las aguas claras de esos amores tan grandes y amó al Ángel con locura.
Juntos, una tarde soleada, desafiaron al Libro de la Vida, que prudentemente los había incluido, pero en hojas diferentes, en capítulos separados, en historias inconexas, en tiempos y espacios distantes.
Pero el Libro de la Vida siempre puede ser reescrito cuando dos almas se unen. No hay letra que por escrita no pueda ser cambiada.
El Cielo se cerró sobre ellos con sus ojos extasiados. Fue así que vio azorado ese amor tan excelso y él también se enamoró cuando los amantes le contagiaron sus deseos románticos. Entonces, pidió por ellos, por ese amor alocado. Se hizo cómplice y conspiró por su causa. Pidió al Señor de los Señores que les conceda el milagro. Habló en favor de esa Hada, suplicó por ese Ángel, por el amor que los unía.
Dios, entonces, justo y severo, se avino a prestarles mirada. Los conminó a que dijeran a cuánto estaban dispuestos. Ellos no pudieron, no supieron, las palabras habían partido, los sonidos se escurrieron, el temor los invadía. Y así fue que el Señor de todos los tiempos, tuvo gran misericordia de ese amor y lo bendijo diciendo:
"Querido Uriel, bienamado, devuélveme la llave, pues no
hay mortal secreto que no te haya sido revelado. Ya no
entrarás al Abismo, pues en el amor de tu Hada, ella
ella y tú, resultan salvos".
_ Creí que lo era, ahora, descubro lo mucho que me has faltado..._ respondió el Ángel.
Y su sentencia resonó en los oídos de ella como la más dulce música proveniente del Paraíso prometido. Lo invitó a guarecerse en su regazo y le regaló una amplia sonrisa, llena de deseos, de chispeantes sonidos y de ese candor tan suyo y maravilloso.
Uriel, el Ángel, cuyo nombre se debe a que guarda en sí la llave de un terrible secreto, sintió el amor que lo inundaba e iluminaba con su fulgor cada rincón de su alma peregrina...Y cedió ante aquella dama que le tendía la mano blanca y delicada para guiarlo por el camino que había construido para ambos, aún sin conocerlo.
El Hada, que tímida esbozaba historias de amor, amor del puro, del verdadero, del más angelado sentimiento, del que se apodera el poeta, del que presumen las musas, del que templa los corazones y enciende las pasiones; sucumbió en las aguas claras de esos amores tan grandes y amó al Ángel con locura.
Juntos, una tarde soleada, desafiaron al Libro de la Vida, que prudentemente los había incluido, pero en hojas diferentes, en capítulos separados, en historias inconexas, en tiempos y espacios distantes.
Pero el Libro de la Vida siempre puede ser reescrito cuando dos almas se unen. No hay letra que por escrita no pueda ser cambiada.
El Cielo se cerró sobre ellos con sus ojos extasiados. Fue así que vio azorado ese amor tan excelso y él también se enamoró cuando los amantes le contagiaron sus deseos románticos. Entonces, pidió por ellos, por ese amor alocado. Se hizo cómplice y conspiró por su causa. Pidió al Señor de los Señores que les conceda el milagro. Habló en favor de esa Hada, suplicó por ese Ángel, por el amor que los unía.
Dios, entonces, justo y severo, se avino a prestarles mirada. Los conminó a que dijeran a cuánto estaban dispuestos. Ellos no pudieron, no supieron, las palabras habían partido, los sonidos se escurrieron, el temor los invadía. Y así fue que el Señor de todos los tiempos, tuvo gran misericordia de ese amor y lo bendijo diciendo:
"Querido Uriel, bienamado, devuélveme la llave, pues no
hay mortal secreto que no te haya sido revelado. Ya no
entrarás al Abismo, pues en el amor de tu Hada, ella
ella y tú, resultan salvos".
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