ROSA DE LA PASION, de Gustavo Adolfo Bécquer

En una de las muchas callejas de Toledo vivía, míseramente, Daniel Leví. Aunque se decía que poseía una inmensa fortuna, su casa era paupérrima y, el día entero, lo pasaba trabajando en el portal de su casa arreglando objetos de metal, guarniciones, cinturones rotos, cadenillas. 
Siempre estaba sonriendo y su trato con los demás era servil y humilde, descubriéndose cuando, cerca de él, pasaba algún caballero importante o algún clérigo de la cercana catedral. La gente desconfiaba de su eterna sonrisa; trabajaba y trabajaba sobre su pequeño yunque, con esa sonrisa enigmática que ya formaba parte de su rostro, más como una mueca, que como un gesto de simpatía. 
Sobre la puerta de la casa en la que trabajaba el judío, se abría un ajimez árabe en cuyo interior se veían azulejos de colores y, alrededor de las caladas franjas del ajimez, se enredaba una planta trepadora llena de fuerza  siendo una de las pocas muestras de vida que tenía aquel lugar. Allí se encontraban las habitaciones de Sara, la hija amada de Daniel. Era una jovencita de unos dieciséis años, hermosa como pocas, y algunos que la habían visto a través de las celosías del ajimez, se preguntaban cómo de un hombre tan feo y ruin como Daniel, había podido nacer una mujer con tales perfecciones. No salía nunca la muchacha y su rostro se velaba, a menudo, por la tristeza... un rostro de blancura sin igual, en el que sobresalían unos ojos negros fascinantes y unos labios rojos que parecían dibujados por los pinceles de un maestro. 
Los judíos más ricos y poderosos de Toledo la habían solicitado en matrimonio, pero Sara se mostraba insensible a los halagos y regalos de sus pretendientes. Su padre le aconsejaba que tomase marido antes de que él falleciera, "no es bueno que una mujer se quede sola en el mundo y más cuando se es tan bonita", le aconsejaba. Pero la joven no respondía y se encerraba en un mutismo total, lo que Daniel interpretaba como un fuerte deseo, por parte de la muchacha, de ser libre, de no atarse, todavía, al yugo del matrimonio. Pero un día, otro muchacho judío, cansado de los desplantes de Sara, se dirigió a Daniel para hablarle de los rumores y comentarios que se hacían en la comunidad sobre su hija. 
Al parecer se decía que estaba enamorada de un caballero cristiano y él mismo les había sorprendido hablándose cuando Daniel, asistía, de forma clandestina, a las reuniones del sanedrín. Esta revelación no pareció afectar el ánimo de Daniel, que sin dejar de sonreír, le dijo al acusador que sabía bastante más que él. Sara, su hija adorada, la hermosa Sara, su honra y su gloria, el orgullo de su raza y de su tribu, no caería nunca en manos de un perro cristiano. Nadie se reiría de su condición de judío y de padre, y despidió a su interlocutor pidiéndole que reuniese a sus hermanos, cuanto antes, esa misma noche, que él acudiría a su lugar secreto de encuentro, dentro de un par de horas. 
Daniel cerró la puerta de su casa y su negocio, pasando varios cerrojos y aldabas, lo que le impidió oír cómo las celosías de la ventana caían de golpe. Sara había escuchado la conversación incriminatoria y su corazón se llenó de negros temores. 
Era la noche de Viernes Santo, y los toledanos, después de asistir al Oficio de Tinieblas, se habían retirado a sus hogares. Algunos dormían ya, y otros, al lado de las chimeneas, contaban viejas historias sobre la ciudad o vidas ejemplares de santos. Toledo estaba sumida en el silencio, sólo, de vez en cuando, interrumpido por el ladrido de algún perro y las voces de los turnos de guardia del lejano alcázar. En una de las orillas del Tajo, se encontraba un barquero que parecía estar esperando a alguien. Una sombra bajaba, trabajosamente, hasta el río... parecía tener prisa y también cierto temor. Cuando el barquero la vio, se dio cuenta de que era la persona que esperaba.  
El barquero presentía que aquella noche era extraña. Había pasado a muchos judíos de un lado a otro del río, y se preguntaba a que se debía aquel trasiego. Creía que iban a reunirse en alguna parte, lo que a juicio de este hombre, no auguraba nada bueno. Pero, bien le pagaban y eso, a fin de cuentas, era lo que a él le interesaba. Subió la sombra a la barca, que soltó amarras, y una voz femenina le preguntó a cuántos judíos había pasado y si sabía qué tramaban. No, el barquero no sabía nada ni había oído ningún comentario que pudiera darle alguna pista, aunque, eran tantos los hebreos que usaron su barca, que no los había podido contar. 
Calló Sara, pues no era otra aquella mujer, que arrostrando cualquier peligro quería conocer qué se urdía. Ya no le cupo duda de que todo aquellos se debía a una venganza preparada por su padre. Sentía una gran angustia, con la mente extraviada en pensamientos dolorosos... un sudor frío la invadió cuando llegaron a la otra orilla. 
El barquero le indicó el camino que seguían los judíos, "caminan hasta la Cabeza del Moro para desaparecer detrás de aquel picacho". Hacia allí se dirigió Sara, decidida pero temblando en la oscuridad de la noche, con la sola fuerza que le daba su amor.
Donde hoy se encuentra la ermita de la Virgen de Valle, y muy cerca de la Cabeza del Moro, existían las ruinas de una iglesia bizantina. Apenas quedaban algunos muros exteriores y restos de algunos arcos. La maleza y la hiedra se enredaban entre ellos.
Sara avanzó hasta emboscarse entre la vegetación que rodeaba el lugar y vio, con espanto, que sus peores temores se confirmaban. Allí donde antaño había existido el atrio de la derruida la iglesia, se encontraban muchos de sus hermanos de religión bajo las órdenes de su padre. La sempiterna sonrisa de Daniel se había borrado y, ahora, convertido en un hombre enérgico, cuyos ojos brillaban con una luz maléfica, dirigía la operación de levantar una enorme cruz. La luz de una fogata iluminaba la terrible escena y la muchacha supo  de que se trataba:  una crucifixión y la víctima sería su amante.
 
Sin contenerse se presentó en medio de aquella asamblea de verdugos, ante la sorpresa de todos ellos. Llena de dolor e indignación, les dijo que no esperasen al cristiano que aguardaban. Ella le había prevenido. Se sentía avergonzada por su sed de sangre y ya no se sentía judía ni se consideraba hija de aquel monstruo. 
Daniel no podía creer lo que oía. ¡Su propia hija le había traicionado! Ciego de ira, la arrastró por los cabellos hasta los pies de la cruz, mientras se la entregaba al resto de la asamblea para que hiciesen con ella lo que quisieran. Esa infame había deshonrado a su religión y a sus hermanos.
Al día siguiente, mientras las campanas de todas las iglesias repicaban, Daniel abrió, como siempre, la puerta de su casa y sentó a trabajar en el yunque, sonriendo y saludando a los que pasaban. Nada parecía haber cambiado, pero las celosías del ajimez no volvieron abrirse. La hermosa Sara no apareció ya más recostada en aquella ventana.

Pasó el tiempo y unos años después, un pastor le llevó al arzobispo una flor desconocida hasta entonces, que parecía reproducir los atributos de la pasión de Cristo. La había encontrado mientras apacentaba a su rebaño entre los restos de la derruida iglesia, enredada entre los muros decrépitos.
Tratando de descubrir aquel misterio, se trasladaron al lugar y cavaron para encontrar el origen de la extraña planta. Y lo que apareció fue el cadáver de una mujer,y junto a ella tantos atributos divinos como tenía la flor.

Nunca se supo a quién correspondía aquel cuerpo, pero, durante muchos años, reposó y se le veneró en la ermita de San Pedro el Verde. A la flor, que ahora es bastante común, se la llamó, y aún se la llama, "Rosa de Pasión".

Comentarios

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